Dicen que la India llora. Y su lágrima guarda lo mejor de un continente que se derrama sobre una pequeña gran isla. Bienvenid@ a Ceilán.
Mi maravilloso viaje a Sri lanka
Se pintaban los primeros brochazos del alba cuando las luces parpadeantes de los pájaros de acero aterrizaban y despegaban de la pista. Alberto como inmejorable compañero de viaje, mi drone y yo ya estábamos montados en el avión que abandonaba el aeropuerto de Barajas con destino a Sri Lanka.
Tras un buen puñado de horas en duermevela, despertándome cuando las azafatas servían el menú y mirando tras la ventanilla a un mundo diminuto, aterrizamos en Colombo. El primer momento en el que mis pies se posan sobre suelo desconocido es mágico, y la primera mirada de reconocimiento al entorno siempre se me queda grabada durante el resto del viaje.
Esta fue la ruta que trazamos sobre el mapa:
Colombo, capital comercial. Una gran ciudad con un puerto enorme, edificios altos, vías abarrotadas de coches y ruidosas calles que no nos seducían como para pararnos a descubrir qué se escondía tras ellas.
Salimos rápido de allí, queríamos adentrarnos en la historia profunda de la isla. Cogimos un tren y pusimos rumbo a nuestra primera parada de la aventura. Kandy, la población referente en las montañas.
Disfrutamos de un dulce trayecto entre gente encantadora y llegamos a tiempo para disfrutar de un atardecer embriagador. El sol acariciaba mansamente los colores cítricos y dorados en su despedida tras la colina presidida por el gran Buddha Blanco.
En Kandy se encuentra uno de los templos más importantes para el budismo, el Templo del Diente de Buddha, (Sri Dalada Maligawa). Tras su muerte, el cuerpo fue incinerado con leña, tal como manda el budismo, y sus cenizas se distribuyeron a través de todo el planeta.
Según cuenta la leyenda, el canino izquierdo del profeta fue trasladado desde la India hasta el antiguo Ceilán y para albergar esta reliquia se construyó el templo donde ahora recibe culto.
Al cruzar la entrada al santuario el ritual de los tambores retumbaba en todas las paredes de la pagoda. Una larga cola de fieles y turistas esperaban deseosos por ver el diente de 2,5 cm. La seguridad del templo apremiaba para que la gente se moviera rápido. Un lugar de leyenda, donde se demuestra una vez más que la fe mueve montañas. Por mucho que miramos sólo vimos una bandeja de plata con pétalos blancos custodiada por un monje que aceptaba gustosamente billetes y monedas de cualquier procedencia y valor.
Aún así, sigo queriendo pensar que el canino real de Buddha descansa donde una vez miraron mis ojos, y que estuve a escasos centímetros de una reliquia histórica de alguien que ha cambiado la humanidad.
Siguiente parada, la cama. Tras más de 9.000 kilómetros a nuestras espaldas, necesitábamos un respiro.
El madrugador bullicio de la calle atravesaba las paredes de nuestro dormitorio. Tras el balcón de la céntrica habitación se dejaban ver cientos de casas salpicadas en la ladera entre millones de hojas verdes que crecían donde no había más espacio. Un baño de armonía entre la vida humana, animal, verde y espiritual.
El itinerario nos tenía guardado un nuevo tesoro, el Real Jardín Botánico de Peradeniya, un lugar donde florecen especies gigantes de plantas exóticas y conviven con monos salvajes que merodean por los troncos de árboles magnánimos y ramas retorcidas.
Después de abrazar a la madre naturaleza, nos sorprendió en el camino de vuelta una risueña señora que paseaba a grandes puercoespines como si fueran sus mascotas, e invitaba a acariciarlos a cambio de dejarle una propina. Cuando se erizaban, sus púas de más de un metro de longitud avisaban que era mejor no hacerlos enfadar.
Tras este primer entrante de un país que ofrecía un sinfín de vivencias en cada esquina, queríamos seguir descubriéndolo y tocaba uno de los sitios más prometedores, el orfanato de elefantes de Pinnawala.
A orillas del río Mahaveli Ganga, en el suroeste del país, existe un lugar pionero en el mundo de conservación de los más grandes mamíferos asiáticos, sagrados para la cultura cingalesa. Casi cien paquidermos crecen y viven en las mejores condiciones gracias a este centro. Ejemplares huérfanos, ancianos, heridos, maltratados… que tienen esperanza gracias este espacio.
En Pinnawala se puede ver a diario la procesión de los elefantes cruzar el pueblo en manada e ir dos veces a bañarse al río donde hay un mirador para poder contemplarlos.
Sri Lanka nos enamoraba a gran velocidad y queríamos más. El siguiente punto en la ruta era el más importante del viaje, el más especial de la isla y uno de los principales motivos de elegir este país como destino.
La Roca del León.
Un lugar mágico, donde afloran interminables leyendas, que preside el paisaje y se erige en el centro de su geografía. El resto de la erupción de un volcán de incontables años de antigüedad, una montaña seña de identidad de toda una civilización. La conocida desde el principio de los tiempos como La Roca del León.
Fue una fortaleza, un palacio, un templo budista… y hoy es testigo privilegiado de kilómetros y kilómetros a la redonda desde los 300 metros de altura que se alcanzan desde la cima.
El calor era asfixiante y al sol aún le quedaban varias horas para besar las montañas. Tras atravesar varios jardines en decadencia y muros en ruinas, encaramos los escalones de piedra y angostos pasadizos de roca y metal ansiosos por llegar a lo más alto.
A mitad del camino encontramos los frescos de más de 1.500 años que representaban a las centenares de esposas del rey y ninfas legendarias.
Superamos la escalera de caracol y acabamos en la explanada antes de la última parada, las garras gigantes del león que protegen al visitante y amenazan al intruso. Varios monos correteaban por los escalones y vaticinan que la cima estaba cerca.
El lugar sigue siendo un centro de culto budista y nos topamos con un grupo de monjes que fueron a meditar a la cumbre de la roca.
Quedaban escasos peldaños para llegar al final del recorrido y tras apurar la gota de agua que sobrevivía en nuestra cantimplora, pusimos las suelas de las botas en la punta del iceberg de piedra más famoso de Ceilán. Las vistas eran increíbles.
Fue una caminata que nos dejó exhaustos pero decidimos que aún teníamos energía para una parada más, Dambulla. De camino y antes del anochecer, nos esperaba el Templo de Oro.
También conocido como el Templo de la Cueva, llegamos allí cuando quedaba poco tiempo para cerrar. Era ese momento perfecto donde los visitantes estaban recogiendo sus sandalias para marcharse y todavía quedaba luz suficiente para disfrutar del templo en exclusiva para nosotros.
Innumerables escaleras rodeaban a un Buddha enorme de color oro y escondían decenas de cavernas con pinturas y estatuas de Siddharta Gautama, de su pasado legendario y de sus historias mitológicas. Otro de esos lugares de Sri Lanka que desprenden un aroma de sabiduría inmortal.
Nos dimos una pequeña tregua y envainamos nuestra sed de aventuras. Cuando regresas a la habitación y descubres que te duelen todos los músculos del cuerpo, es señal de que has aprovechado bien el día.
Muy chulo! Me ha encantado
Muchas gracias por tu comentario Ana!!! ¿Has visitado Sri Lanka o está en tus planes? para mí ha pasado a un lugar preferencial después de ver el viaje de Aventuhero jejeje
Precioso post Aventuhero. Es un placer descubrir lugares como Sri Lanka con esa variedad de descripción en los pequeños detalles, personas de la zona y sentimientos que genera cada lugar. ¡Próximo destino a tener en cuenta en mi lista de viajes!
Qué bonitos recuerdos me ha traído a la mente tu post. Gran viaje en mejor compañía. Las fotos, preciosas… 🙂
Sri Lanka, un destino increíble… con ganas de conocerlo in situ. Gracias Aventuhero por el magnífico post y el espectacular reportaje fotográfico.